lunes, 11 de julio de 2011

Puertas que se cierran antes de lo previsto



Los hospitales huelen mal. No sé si es exactamente mal pero sí raro, tienen un olor empalagoso, ácido, que te abofetea nada más traspasar la puerta y que impregna todo y a todos.



Huele a enfermedad, a dolor, a cuerpos convulsos, que luchan contra el deterioro, a carne que supura virus, infecciones, sangre, sudor... y, cómo no, lágrimas.



Es el olor de la desesperación, de la desesperanza, de las noticias que no llegan y que, cuando lo hacen, rompen, desgarran.



Es el aroma de los sueños que se paralizan, de los planes que se quiebran, de las puertas que, de repente, pueden estar a punto de cerrarse... siempre, antes de tiempo.


Eso sí, de vez en cuando, como un halo de esperanza, alguien sonríe, sentado en su camilla, al salir de la consulta, al recoger unos resultados. Sonríe, una sonrisa que reflejan sus contenidas lágrimas... Y ahí, sin más, de repente, el mal olor ha desaparecido y tan sólo consigo oler el mar, mi mar...


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